viernes, 25 de mayo de 2007

¿En qué estás pensando?

El ser humano es, en general, un sujeto despreciable y egoístamente posesivo. Muchas personas, demasiadas, equiparan el hecho de convivir en pareja (en cualquiera de las mil variantes que la humanidad perversamente ha desarrollado para perpetrar tal atentado al desarrollo individual), muchas personas equiparan ese hecho, decía, con la liquidación de la intimidad personal. Esa mierda que se ha venido a llamar "Convivencia en pareja" (o eufemismos similares para designar al acto por el cual dos personas aportan su felicidad individual a la cosa común donde dichas felicidades no se suman sino que se restan y aniquilan mutuamente). Digo que esa mierda denominada Convivencia en Pareja supone aportar y compartir ciertas cosas. PERO NO TODAS. Y ahí está el error de mucha gente. Sobre todo de aquellas personas que han hecho de su inseguridad un vicio, una enfermedad y un arma arrojadiza para masacrar al otro que pasa a ser, más que un compañero, un contrario al que hay constantemente que fiscalizar. Entonces hay que compatirlo todo, piensan esas personas, y compartirlo todo significa que se siente con el derecho de bucear en las intimidades pretéritas, presentes y futuras del otro, significa una trepanación virtual del cerebro del compañero-contrario, significa preguntarte todo el puto día, "¿en qué estás pensando?" (¿Y a ti qué coños te importa?), significa la abolición del espacio físico individual, del aire que respiras, de media hora tranquilo para cagar, del derecho a la masturbación o a mirar las tetas/el paquete de la vecina/el vecino, significa babuchas espía que se arrastran por los pasillos, significa que sienten deseo de abrirte el cerebro por la mitad y dejártelo como un pescado dispuesto a que lo asen a las espalda, pero no se dan cuenta, los pobres gilipollas, de que si hacen eso accederán poco más que una masa sanguinolenta que burbujeará hasta que se vacíe el corazón del otro, y no alcanzarán a conocer nada más, y entonces se sentirán estúpidos y tontos del culo.
Pero seguirán culpando al otro de su fracaso.

martes, 15 de mayo de 2007

El Cliente Nunca Tiene la Razón



No sé Ustedes, pero en los últimos tiempos yo tengo la sensación creciente de que el tipo que entra en un establecimiento a comprar es tratado como un verdadero gilipollas. Ese maltrato se constata en cualquier sitio donde se pueda adquirir algo, ya sea una verdulería, un taxi, un restaurante, un taller o una inmobiliaria.

Hace años, muchos años, no sólo se decía, sino que se practicaba, el lema de que “El Cliente Siempre Tiene la Razón”. Los dependientes trataban al cliente con educación, con respeto, escuchaban sus preferencias e intentaban contentarlo, cerrando una venta que fuera satisfactoria para ambas partes. Incluso era frecuente encontrar algo de sinceridad, cuando a uno lo atendían.

Hoy es justo al contrario: el cliente nunca tiene la razón y además es un hijueputa al que hay que joder. El cliente, por el mero hecho de demandar un producto o servicio, ya es culpable de algo. No es un menda que va a darte de comer y a contribuir a que tu negocio florezca, no. Es un capullo que viene a interrumpir tu descanso, un gilipollas que viene a molestar con sus impertinencias, un imbécil al que hay que engañar y colarle al doble de precio el peor y más polvoriento producto que tengas en el fondo de tus roñosas estanterías.

Puede que el problema sea yo, no lo voy a negar. Puede que en realidad YO SEA GILIPOLLAS y puede que por esa característica intrínseca de mi personalidad sea el prototipo de individuo tontaina predispuesto a que lo estafen. Una especie de imán para la mierda ajena. Aún así, estoy seguro de no ser el único.

En cualquier caso, estoy harto de que el vino que me recomiende el camarero sea una puta mierda (no tenía el que yo le pedí a pesar de anunciarlo en la carta); asqueado de sus uñas negras (combinadas con su fingida amabilidad de barrio); cansado de las mentiras de los mecánicos (joder, si tú eres el mecánico, ¿por qué soy yo quien tiene que buscar por ahí los recambios?); hasta las narices de que las consecuencias de la ineptitud ajena recaigan siempre en mi cuenta corriente.

Harto de no tener nunca la razón. Estoy por no salir de mi casa. En los últimos tiempos he reducido tanto la lista de restaurantes, tiendas y negocios variados por haberme sentido estafado, que voy a terminar por alimentarme con mi propia mierda. Con tal de no salir a comprar.

sábado, 5 de mayo de 2007

Aburrido

Armando Nuez estaba tan aburrido que no encontraba sentido a la vida. Joder, para no encontrarle sentido a la vida tampoco es que haga falta estar muy aburrido, digo yo. Las ratas, por ejemplo, se divierten que te cagas correteando por esas alcantarillas del demonio y, ¿qué sentido le puede encontrar una hedionda rata a la vida?. Bueno, ellas entienden el sentido de la vida en el follar, por eso tienen tantas crías. Vale, el ejemplo de la rata no sirve.

Pero bueno, el caso es que Nuez estaba tan aburrido que pasaba las horas intentando dar vueltas a tornillos italianos. Entonces le ofrecí: "Wey, yo lo único que puedo hacer por ti es pedirte que me acompañes a una gestión que tengo que hacer esta tarde". Para qué fue aquello: Armando se alegró tanto que se puso a mi disposición de inmediato, no importaba que tuviera que comer a toda prisa ni que tuviera que apretar su agenda vacía para cumplir conmigo. No lo hacía para cumplir conmigo, eso es claro: lo hacía por dar sentido a su vida. Las ratas follan. Armando me acompaña a una gestión. Así es como cada uno encuentra sentido a su vida.

Total que Armando me pasó a recoger por mi casa (por cierto, hacía un frío que te dejaba los güevos angulosos) y mientras íbamos en su coche a nuestro común destino, me confesó con voz trastabillante que el haber quedado conmigo era el hecho más emocionante de los últimos seis meses de su vida (joder, ¡¡cuánto no follará una rata en seis meses!!). Me dijo que no recordaba haber comido con tantas prisas como aquel día, el hacerse una tortilla a toda leche "porque miraba el reloj y no llegaba, no llegaba". En estas, con los nervios, al abrir la nevera se le cayó un huevo al suelo, un huevo de los de la nevera, no de los suyos. Dizque se quedó allí quieto, con una mano en el asa de la puerta abierta de la nevera, mirando al piso, los zapatos salpicados por la clara del huevo estampado contra el suelo. Treinta, cuarenta segundos así. Luego pensó: "Señor, yo no entiendo mucho de esto, pero creo que se le ha roto un huevo".

Armando Nuez me contaba todo esto con la misma emoción con que otras personas me han contado sus viajes a Tanzania, o sus aventuras en medio del puto desierto. Yo me sentía feliz porque a través de aquel acto de caridad me creía un hombre bueno y redimía parte de las culpas que a diario me endosan y que tienden a hacerme pensar que soy un pedazo de cabrón. Y además, Nuez me fue de gran utilidad en mi gestión.

Así que ya saben: si algún día se sienten aburridos, tiren un huevo al suelo y esperen a ver qué se les ocurre.

Eso o... follen como ratas.