BAISERS VOLÉS
Tiene una vecina que le quita el sueño. Es tremenda de guapa, de alta, de rubia y de todo. Arlequino siempre la mira a través de las cortinas y le gusta sentir como el vuelo de las telas le roza las piernas...
Hace lo que sea por verla: la espera en el rellano, en el ascensor, al bajar la basura y en los días de lluvia la espera con un paraguas. Pero casi nunca coinciden.
Una vez se la encontró en el ascensor pero se puso a tartamudear: al menos tuvo iniciativa.
Él cada vez se siente peor y más desesperanzado, y dentro de su locura de amor, cree que la única forma de convertirse en alguien reseñable, es consiguiendo tocar a la vecina.
Estando en la calle volviendo de hacer la compra, vio pasar un bus viejote que anunciaba con un gran cartel lateral “Algunos hombres buenos”.
- Y algo tontos-, se dijo Arlequino, sacando su bono para subir al transporte público.
El vehículo estaba atestado de gente, costándole lo suyo poder encontrar un hueco hacia el fondo. Cuando ya estaba más o menos situado, le zarandeó un frenazo repentino y tropezó con la mujer que le daba la espalda, y con la confusión, apoyó la bolsa de la compra en el trasero de la inocente usuaria. La mujer se giró, y para zozobra de él, era la vecina.
Ella bajó la mirada y miró la bolsa de la compra.
- Tengo plátanos-, acertó a decir Arlequino.
- ¿Eres pentaplátano?- preguntó con cierta coquetería la vecina.
- Soy casi murciano-, dijo él, como disculpándose.
- Entonces sabes de pimientos-, dijo ella llena de emoción.
Y él se perdió en los ojos de ella y ella en los ojos de él, y ya no fueron dos, sino solo uno, y se dejaron mecer por el traqueteo de la marcha y de la marea humana del cocherito leré.
Desde ese día, los dos se dejaban rozar las piernas con las cortinas en casa de Arlequino y solo comían postre.